Pensar y explicar la identidad latinoamericana ha representado siempre un gran desafío para los historiadores ya que plantea numerosos problemas teóricos y metodológicos metodológicos. En primer lugar estamos trabajando con dos conceptos sumamente complejos: el de
identidad, por un lado, y el de latinoamericano por otro, que se complejizan aún más
cuando los unimos en la mencionada combinación, en la que se entrecruzan también
discusiones ideológicas y epistemológicas. Esto se ve reflejado en las diversas respuestas, que adolecen de zonas grises difíciles de catalogar según las categorías seleccionados como elemento aglutinador de esta compleja región. De allí que definir la identidad latinoamericana con criterios territoriales, lingüísticos, religiosos, étnicos, etc., ha demostrado ser insuficiente para abarcar en términos espacio-temporales a todos los pueblos que, pese a su diversidad, forman parte de esta comunidad imaginada (Anderson, 2011) que llamamos Nuestra América1 y abarca la región designada actualmente como América Latina y El Caribe.2 En muchos casos, se ha optado por definiciones por la negativa, es decir, pensar qué somos partiendo de lo que no somos (Bohoslavsky, 2009). Una complicación adicional aparece cuando se asume una perspectiva histórica, en la que esa identidad parece mutar y las posibilidades de asirla en algún modo se escurren nuevamente.